Todas las sociedades, tarde o temprano, descubren que hay
otros grupos y estos hablan un lenguaje distinto al suyo. Se descubre, con
cierto asombro, que los sonidos que sirven para designar algo, nombrarlo, son
ruido para otros.
Sonido y sentido, vínculo roto ante la diversidad de
lenguas pero que en algún momento esta relación se consideró inseparable,
determinada por un orden sobrenatural, una legitimidad sagrada de la cual
emanaba un saber universal, independiente de las épocas.
En no todas las sociedades hay algún relato que explica
la ruptura de la unidad original y dicha pluralidad aparece como una maldición
y una condenación, consecuencia de una falta ante la unidad. Los psicoanalistas
no han sido la excepción, podemos recordar ciertas situaciones con Freud, Lacan
o más recientemente con Soler. Debemos advertir que somos producto de eso y
haberlo pasado no evita que lo volvamos a repetir, de allí que la escuela sea
un sujeto atravesado y atravesando estos traumatismos.
En la experiencia de análisis uno se responsabiliza de
sus palabras, se convierten en verdaderos hechos a las palabras y la elección
de una tiene sus consecuencias, ya que no sólo se responsabiliza de la elección
sino también del lugar ante lo que se dice. Y la posición que se asume tiene
efectos en la escuela, en la participación de cada uno en ella, pero ¿porque?
¿para que?
Jacques-Alain Miller esclarece qué es lo que lleva
alguien a participar en la vida de la escuela, siendo la transferencia lo que
realmente importa, apuntando a una causa y no a una persona. Llegando a este
punto me encuentro con esas inevitables preguntas ¿que hace a un analista?
¿Cuál es el deseo del analista? Plantearse esto permite avanzar sobre que
encausa a producir algo como resultado de una apuesta de
trabajo con otros. ¿Qué formación en esa conversación mal-dicha? ¿Que apuesta esta escuela con miras a una maestría?
Lectura y escritura —Soledad, rostro que no devuelve el espejo— falta que algo
demande, invite a responder, que ponga la apuesta de un saber imposible de
aprender, pero que es posible de transmitir.
Aquellas palabras de los otros, los libros leídos, las
experiencias de la época, ejemplos de los demás —quimeras novedosas y gastadas—
llegan hasta las soledades en busca de una dirección llena de ecos. En la
escuela —compañía solitaria— se conversa, discute, se habla de psicoanálisis y
psicoanalistas con amigos y concurrentes que vienen de diversos rincones de la
ciudad. Considerar lo que llevo recorriendo ha hecho darme cuenta de los impases de la
identificación, de idealizar la escuela y el psicoanálisis; complicaciones que se
presentan para la causa aunque en su momento fue la carnada predilecta.
Por ello es necesario tener en cuenta que parte de la identidad no debe diluirse en
los procesos de abstracción colectiva y que parte de la vinculación ética no
debe enajenarse en los procesos de la identificación; es algo que cada uno tendrá
que escuchar en lo que dice, siendo un proceso lento y solitario pero que ante el imposible grupal se puede
hacer lazo, por lo tanto, se está advertido, mas no exento, de que no es La
escuela ideal; no lo es, porque no es una que esté orientada por lo simbólico
sino por lo real.
Marcada la letra y su compañía, la conversación
se detiene o se arriesga a responder a una meditada cosecha de silencios
—incertidumbres, confrontaciones, conversaciones escuchadas, amistades
electivas y relaciones imposibles— no hay silencio sin palabras.